Mariana Flores Melo - Oporto: un paseo entre el orgullo y la nostalgia

HÉCTOR GONZÁLEZ

  • El mercado de Bolhao supone el paradigma del espíritu indomable porteño por preservar el pasado con la mayor dignidad.
  • Vale la pena disfrutar de una copa de Oporto en las salas de cata de las bodegas ubicadas en Vila Nova de Gaia.
  • Tanto el tranvía 1 como, sobre todo, la línea 500 del autobús recorren la orilla del Duero hasta la playa de Matosinhos.

Oporto

Oporto destila orgullo de su historia colonizadora, de su tradición exportadora vinícola, de su equipo de fútbol, de una grandeza como ciudad que contrasta con el abandono en el que está sumido gran parte de su casco histórico, el que circunvala la turística ribera del Duero. La segunda ciudad de Portugal transmite una sensación de melancolía y espíritu de grandeza, de nobleza marchita.

El mercado de Bolhao supone el paradigma de ese espíritu indomable por preservar el pasado con la mayor dignidad. No llega al centenar el número de puestos que aún abre cada día al público en un entorno lúgubre y, a la vez, señorial, donde parece que en cualquier momento va a resquebrajarse una viga o a desprenderse una baldosa. Del vigor que transmitía el gran chorro de agua que dio nombre a este recinto apenas queda un hilo de fulgor.

Quizás el proyecto de rehabilitación aprobado revivifique este mercado que ahora languidece. Sí, con fragmentos entrañables de afables vendedoras de pescado en sus ajados puestos, o con el lamento de gallinas enjauladas a la venta ofrecidas en otro mostrador. O con las fruterías sin los precios de los productos visibles, lo que da pie a que te pidan tranquilamente cuatro euros por 15 cerezas.

El mercado constituye una de las estampas en blanco y negro de la ciudad, de una obsolescencia nostálgica que contrasta, por ejemplo, con la cercana y comercial calle de Santa Catarina, donde se exhiben todas las marcas de ropa internacionales. Eso sí, con el aristocrático Café Majestic intercalado.

Francesinhas y bocadillos de jamón

Oporto se enorgullece de sus franceshinas, una especie de denso bocadillo atiborrado de carne de ternera, jamón cocido, longaniza, un queso que lo recubre todo y una salsa que le confiere la idiosincrasia de cada restaurante. Imposible encontrar mesa en el Café Santiago por la fama que le precede en la elaboración de este plato típico. Y ya que nos adentramos en el sabroso apartado de la gastronomía, peculiares también los bocadillos de jamón cocido y queso de casa Guedes.

Aunque indudablemente el artículo alimenticio por antonomasia de esta ciudad lo constituye su vino. Más bien el que se produce en la orilla opuesta del Duero, la que pertenece a Vila Nova de Gaia, donde radican las Sandeman, Taylor, Quevedo, Ferreira, …, entre otras renombradas bodegas. Ante ellas, meciéndose en el Duero, los antiguos rabelos, las embarcaciones repletas de toneles (ahora también de turistas) que trasladaban sus vinos.

Con el billete de entrada del teleférico que asciende hasta los aledaños de la cima del puente de Luis I te ofrecen degustación gratuita. También por comprar un pase para el recorrido fluvial en barco de 50 minutos. Las oportunidades para degustar una copa de, sobre todo, tawny o ruby, se multiplican. Vale la pena disfrutarla en las salas de cata acondicionadas para su deleite en muchas de estas bodegas.

Por cierto, el mencionado paseo en barco se complica cuando lo gestionan compañías como Douro Acima, que obliga a subir y bajar empinadas rampas y a atravesar otra embarcación para acceder a la indicada. O que no profiere una sola explicación del recorrido por megafonía ni a viva voz. Ni tan siquiera llega a alcanzar el sexto puente, a pesar de que el tránsito lo venden todas las empresas como el de los seis puentes.

Para itinerarios con atractivo, el del pintoresco tranvía número uno, que parte desde la calle Infante Dom Enrique, o el de la línea 500 del autobús de dos pisos que inicia su recorrido en Liberdade y llega hasta el limítrofe municipio de Matosinhos, célebre por sus 15 kilómetros de playa y por la pléyade de pequeños restaurantes que instalan unas brasas en la calle y allí cocinan el pescado que sirven a sus clientes. Tanto el tranvía como el autobús circulan paralelos al Duero y llegan a su desembocadura. El autobús lo hace hasta bastante más lejos.

Librería de culto

Oporto también se cata entrando en la célebre librería Lello, con su escalera serpenteante de madera que se vincula al personaje de Harry Potter. Este centenario negocio literario no duda en rendir homenaje al protagonista de la saga de J.K. Rowling abarrotando sus escaparates de ejemplares con las aventuras del joven estudiante del Colegio Howgarts de Magia y Hechicería.

La fachada neogótica ya vaticina que el visitante -previo pago de cuatro euros que luego le descuentan de cualquier compra- se adentra en un templo dedicado a rendir culto al libro. Los bustos prominentes de destacados escritores, los raíles del vagón que transporta las obras literarias al interior, la vidriera que cubre el techo… cada detalle encandila. El carácter deslumbrante, la grandiosidad, la fama, los aporta el continente, la librería. El contenido, los libros a la venta, queda en un segundo plano. Resulta exiguo, testimonial, comparado con el edificio.

La estación de Sao Bento deja un regusto dulce en el paladar. Su vestíbulo de 550 metros cuadrados ornamentado con más 20.000 azulejos recrea escenas históricas, romerías o la evolución del transporte. Siempre primando los colores blanco y azul, como la cercana iglesia de San Ildefonso, igualmente obra del pintor Jorge Colaço.

De la catedral imponen el pórtico barroco de la fachada lateral, el recargado retablo mayor o la picota destinada a infortunados reos ubicada en la explanada, frente a la entrada principal. Desde este lugar se capta una de los mejores escaparates de Oporto. Está situada a corta distancia de la Ribeira, la de las populares casas de colores que configuran una de las estampas más fotografiadas de Oporto.

El puente de Luis I

A corta distancia visual, ya que no física, pues la mayoría de calles no discurre en línea recta en el casco histórico de esta ciudad, sino que se caracteriza por sus subidas, bajadas, curvas y recovecos, siempre sobre incómodos y desgajados empedrados de adoquines que dificultan el paso. El trayecto se suele alargar más de lo previsto.

Y si hablamos de panorámicas, sublime la que se contempla desde el puente de Luis I (el metálico, diseñado por dos discípulos de Gustavo Eiffel), si se transita por su parte superior, la destinada al tranvía. Máxime si se hace al atardecer desde Vila Nova de Gaia hacia Oporto, con la muralla Fernandino en frente y las casas de colores y barcos en la orilla contraria. Sí, la que está repleta de terrazas de restaurantes barnizadas por el sol durante el día. Aunque la vista buena, insisto, se obtiene desde la orilla contraria, la de Vila Nova, donde una mesa exterior tiene el premio de contemplar, como si de un policromado lienzo se tratara, la orilla porteña.

En Vila Nova paladeas el afamado vino de Oporto. Disfrutas de una pausa al otro lado del río. Te ayuda a recapitular, a catalogar los fragmentos del recorrido por una ciudad que lucha con denuedo por mantener su rango señorial, su categoría secular, a golpe de brotes de honor, de superar el estado de abandono y deterioro que refleja su casco histórico.



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